Narración y memoria histórica en el País de la Canela


El País de la Canela, novela cuyo núcleo es el testimonio de Cristóbal Aguilar, subalterno de Gonzalo Pizarro en la conquista del Amazonas, hace parte de la trilogía sobre el tema de la conquista de América del escritor colombiano William Ospina. Se trata de un relato testimonial que narra la búsqueda de la canela, “esa corteza roja que altera las bebidas” (Ospina 73), desde la perspectiva de un personaje subalterno, describiendo el sobresalto producido por la selva amazónica en los espíritus de criollos y europeos. A su vez representa un modelo de narración en el que se da la palabra a los “testigos no letrados”, a los sectores “sin voz” silenciados por la “cultura de élites”. 



En este sentido cabe advertir que las Crónicas de Indias habían construido una imagen de Amerindia a partir de la relación de las hazañas conquistadoras, presentando a los protagonistas como héroes que luchaban contra un mundo hostil. La consecuencia de esa “mitologización” de los conquistadores (la élite creadora de la representación histórica), fue presentar a los nativos (los sectores marginados) como seres carentes de alma y sin capacidad para razonar; es decir, silenciando su posibilidad de autorrepresentación histórica (Chen Sham 3). Esta aporía ha perdurado hasta la posmodernidad, constituyéndose en contenido imprescindible de los estudios históricos, ya sea para refutar o confirmar su validez. Las voces del indio y del criollo (los sectores marginados y subalternos) y la selva son las que hablan en El País de la canela, permitiendo así, a través de la ficción, recuperar la memoria del acontecimiento pasado, la cual trasciende el mero conocimiento de los hechos impuesto por la ilusión de la representación histórica oficial.

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El escritor como nuevo Aquiles

Es conocido el episodio del mito de Aquiles en que el héroe le pregunta a su madre, la diosa Tetis, si es mejor quedarse en casa o ir a la guerra. La respuesta de la diosa-madre es que si se queda en casa llegará a viejo, tendrá una familia y nietos que lo recordarán. Si va a la guerra viajará por lugares desconocidos, muchas generaciones recordarán sus hazañas y será admirado por pueblos extranjeros. También le advierte que morirá joven.



La anécdota sirve para plantear la hipótesis del escritor como un nuevo Aquiles cuyas hazañas perviven en el tiempo. Pero, ¿es posible dicha analogía? ¿Puede verse al escritor como un nuevo Aquiles que deja la comodidad de la vida hogareña para ir en busca de la inmortalidad? Para intentar demostrar esta hipótesis dividiremos la reflexión en cuatro partes basadas en el ejemplo de Aquiles, a saber: i) Aquiles se sabe poseedor de un don; ii) Aquiles es un joven que anhela dilucidar su futuro; iii) Aquiles ama lo que hace y iv) Aquiles deja un testimonio de sus hazañas que los pueblos recordarán por generaciones.

Era común entre los jóvenes griegos el recibir instrucción para la guerra. Ciudades como Esparta se hicieron famosas por la formación guerrera que daban a sus jóvenes. Pero aunque era una obligación y casi un honor el prepararse para la guerra, muy pocos lograban ser reconocidos por su valentía debido a la gran cantidad de hombres dedicados al arte militar. El caso de Aquiles es particular porque, además de recibir formación para la guerra, poseía un don que, según el mito, le había sido otorgado por los dioses.

Ese don era una extraordinaria capacidad para la pelea, capacidad que se veía acrecentada por la rapidez de sus pies, algo que le daba cierta ventaja sobre sus contendores. De ahí que en la Ilíada se le denomine “el de los pies ligeros”. Aquiles descubrió desde joven su capacidad para la lucha y la agilidad de sus pies, y sus maestros lo vieron destacarse rápidamente entre los demás chicos, lo que lo convertía en un joven apto para la guerra. Es decir, Aquiles descubrió pronto su don y supo explotarlo adecuadamente, convirtiéndose en un hombre temible en el campo de batalla.

Al igual que Aquiles el escritor descubre muy niño que tiene un don, el don de la palabra. Elegido por los dioses, sabe que su forma de expresarse es diferente de la de los demás chicos y que tiene una facilidad para hacer lo que a otros le da dificultad: juntar palabras para construir frases llenas de belleza, escribir páginas que conmueven a otros o, sencillamente, narrar historias. Desde Dante hasta Marcel Proust, desde Cervantes hasta Vargas Llosa, los escritores descubren muy niños el don que les ha sido dado, así a veces ese don les genere conflictos. Es famosa la anécdota de Vargas Llosa que, siendo estudiante de un colegio en Lima, escribió una novela un tanto erótica que le granjeó la enemistad de sus maestros. Es la necesidad del escritor de decir lo que otros no pueden y de no poder evitar plasmar en palabras lo que sale de sus entrañas.

 El segundo punto es que Aquiles se pregunta aún joven sobre su futuro. Sabedor del don que posee, Aquiles piensa qué hacer cuando sea un hombre. Es la pregunta que nos hacemos todos en algún momento de nuestra juventud. En el caso de Aquiles, aunque se sabe poseedor de un don, va en busca del consejo de su madre para saber qué decisión tomar. En realidad Aquiles ya sabe la decisión que va a tomar, pero lo que desea es confirmar dicha decisión valiéndose de la sabiduría de su madre, la diosa Tetis. Sucede algo similar con el escritor. Su condición de artista le pone muchas veces ante la diatriba del camino a seguir, camino que será la profesión con la cual se ganará el sustento y con la que intentará sobrevivir, al igual que lo haría si escogiera ser abogado o médico. Y para ello muchas veces toma el consejo de los que le acompañan. Sin embargo el caso de los escritores es muy particular porque en la mayoría de las ocasiones los vemos tomar la decisión guiados solo por su instinto. Sucedió con Shakespeare que, siendo aún un pueblerino, viajó a Londres para enrolarse en el mundo del teatro y así ver realizado su sueño. Es decir, como sabía que su único camino eran las letras, decide dejarse guiar por su instinto para ver realizado su sueño literario.

 El tercer punto hace referencia a que Aquiles ama lo que hace. Aunque en los primeros cantos de la Ilíada lo vemos ausente de la guerra por sus desacuerdos con Agamenón, lo propio de Aquiles es el campo de batalla. Es allí donde mejor se desempeña porque ha crecido en un ambiente militar. Siempre viviendo entre armas, su hábitat natural es la guerra. Pero no lo hace por obligación, sino que, al poder desarrollar su don, el campo de batalla le permite desplegar las capacidades que lo hacen célebre entre sus amigos y entre sus enemigos. Por su parte, el escritor escribe porque no encuentra otra forma de realización ni de desahogo. Escribir es su condición natural. Por eso, aunque escribir lo haga padecer de insomnio, aunque escribir le ponga los nervios de punta y lo mantenga agarrado a una cajetilla de cigarrillos y una taza de café, el escritor ama lo que hace. Ahí tenemos el ejemplo de Stephen King, quien estuvo a punto de perder su familia e incluso la vida debido a su pasión por escribir. Sumergido en los más recónditos y oscuros pasadizos de su propia renuncia, el escritor sabe que escribir es su única salvación. De ahí que ame escribir, así ese acto le desagarre las entrañas. Finalmente el cuarto punto hace referencia a que el héroe deja testimonio de sus hazañas, hazañas que los pueblos recordarán durante varias generaciones.

Bien sabemos que Aquiles no peleaba por Agamenón, ya que eran múltiples sus divergencias con él. Aquiles perseguía la gloria, y la gloria significaba ser reconocido como el más hábil y sanguinario de los guerreros. Ese deseo de gloria y de fama será lo que le dará finalmente la inmortalidad. Poseído por la cólera debido a la muerte de su primo Patroclo, toma venganza matando a Héctor para dejar así un testimonio de su espíritu guerrero, no sin antes poner en juego su propia vida. Por su parte, las hazañas del escritor son sus obras escritas. En ellas se juega la vida. Es por ello que consume cada segundo de su existencia en aras de la perfección, porque reconoce que la inmortalidad solo está reservada para aquellos que se juegan la vida en el campo de batalla, y el campo de batalla del escritor es la hoja en blanco, ese espacio en el que muchas veces fracasa y sale herido, pero en el que siempre aguarda la esperanza de obtener una victoria que le prodigue la inmortalidad. En ese sentido, la más grande hazaña de Cervantes es el Quijote, así como uno de los más grandes actos heroicos de Aquiles fue meterse en un caballo de madera para engañar a los troyanos y tomar posesión de la ciudad.

 Al igual que en los tiempos pasados, hoy persisten muchos héroes que, a semejanza de los héroes clásicos, prosiguen la misma ruta seguida por sus antecesores, descubriendo el don que les ha sido otorgado y divagando sobre el futuro a seguir, intentando realizar una hazaña que les prodigue la inmortalidad. Esos héroes perviven callados, escondidos en sus buhardillas, a la espera de una batalla en la que puedan demostrar su pasión por el arte. Porque como el héroe Aquiles, el escritor se juega la vida a sabiendas de que muchas generaciones después su nombre será recordado y su memoria quedará inmortalizada gracias a su obra.

Banquete de poesía en Getsemaní


Sábado 1 de agosto de 2009. Otra vez quedé atrapado por el embrujo de Cartagena. Sucedió de la mano de un poema obsequiado por un amigo profesor de literatura, deambulando los callejones más insospechados del barrio Getsemaní.

Al quinto día de la visita, un domingo de canícula, madrugué para ir con Alexis, mi amigo, al mercado. Caminamos varias cuadras hasta llegar a nuestro destino. Un vendedor de pescado me salió al paso: ¡Aja!, compa, mira la belleza que te tengo, y exhibió una langosta con antenas como sables, insinuando el festín a pesar de la usura del vendedor. Del otro lado de una cerca los ibis blancos y los pelícanos hacían un banquete con el pescado muerto de la ciénaga, banquete que me fue imposible no imitar a la hora del almuerzo con un pargo rojo que reemplazó a la efímera langosta del mercado.

El lunes siguiente, agotando las últimas horas de las vacaciones y sin mucho efectivo ya en el bolsillo, saboreé el otro manjar aún más exquisito de los versos del poeta Jorge Artel, en una edición sencilla, de esas que obsequian en los colegios. Necesito que me dés tu parecer sobre este poema para publicarlo en la revista Matices, dijo Alexis cumpliendo su vocación de maestro de literatura en el salesiano de Cartagena.

Un soneto me invitaba, a semejanza de una receta metafísica, a aprender a comer mierda. Una lírica esculpida con el mejor bronce castellano, pensé. Sus versos, diáfanos como perlas marinas, alegres como la brisa caribe, se enredaron en los pliegues del alma:

Aprende a comer mierda, buen hermano,
si es que tu suerte deleznable y poca
sólo te lleva, en su revés insano,
un puñado de mierda hasta la boca.

Todavía hoy no logro desanudarlos. A un lado quedó el sofoco y la desazón por el final del paseo.

La edición del libro de versos de Artel dice que el poeta nació en Cartagena. En otra parte se lee que fue en Sincé, pueblo olvidado del norte de Colombia. Nada se hablaba de su muerte. Sin dar importancia a la inexactitud de los biógrafos, esa misma noche me aventuré, de la mano de mi esposa, por las calles de Getsemaní, el barrio-santuario donde un puñado de negros y mestizos desafiaron la monarquía ibérica proclamando la independencia de Cartagena, la ciudad heroica. Intentando conjugar los versos con la vida observé a los chicos jugando a la pelota caliente, a una pareja de enamorados utilizar la luna como excusa para un beso, a una "seño" preparar el mejor jugo de zapote de la cuadra. Me vino a la memoria un poema de Artel, leído aquella tarde: “Tiene la noche denso sabor a noche...”

En la Calle del Pozo, a un costado de la iglesia de la Trinidad, mi esposa señaló una placa de granito que decía: EN ESTA CASA VIVIÓ EL INSIGNE POETA JORGE ARTEL. Después de asimilar la emoción generada por semejante hallazgo, y luego de unas cuantas fotos imborrables, fuimos hasta la tienda, enclavada en un recodo de la placita, para celebrar con una botella de vino.

Con tanta magia asediando en cada rincón sería difícil pregonar, como los habitantes de Palenque, que a la vida se viene a sufrir. Bien vale seguir el verso del poeta: “Aprende a comer mierda… en el camino, eso que llaman cosas del destino, puede hacer tus angustias más livianas.”

El soñador del tiempo


¿Qué pensamientos cruzaron la cabeza de Einstein las semanas previas a la enunciación de su teoría sobre el tiempo? Esta es una duda que han tratado de despejar muchos curiosos. Alan Lightman, físico y profesor del MIT en Cambridge, propone en esta novela de 150 páginas, “Sueños de Einstein”, una idea sorprendente. Al joven Einstein lo persiguieron en aquellos días los demonios del sueño, las musas oníricas de las que no pudo escapar ni siquiera cuando estaba a punto de proponer una de las teorías revolucionarias de la historia de la física.

A la par que se van sucediendo los sueños en fechas distantes, Einstein sostiene encuentros con su gran amigo, Michelangelo Besso, quien se convierte en una especie de confesor de los demonios que persiguen a Albert en su estadía en Berna. Se trata de un juego de universos paralelos: uno, el de la realidad, al que nadie puede escapar, y el otro, el de los sueños, universo en el que el joven físico ve desfilar una a una las diferentes explicaciones del tiempo, desde el tiempo fijo en donde pasado y futuro son dos varillas rígidas sin esperanza de doblegar, hasta el tiempo concebido como una bandada de aves que todos las personas anhelan atrapar: “el tiempo revolotea, aletea y salta con esas aves. Si se atrapa una de ellas, el tiempo se detiene. El momento se congela para todas las personas y los árboles y el suelo donde se encuentran”.

Al final, como si se tratara de una prolongación del último sueño, Einstein se posa sobre su ventana para observar la mañana en Berna: “Vuelve a su escritorio, mira la pila de expedientes, coge un documento de una estantería. Regresa a la ventana. El aire es insólitamente transparente para finales de junio. Por encima de una casa de apartamentos ve las cumbres de los Alpes, azules, con las puntas blancas. Más arriba, el diminuto punto negro de un ave describe lentos círculos en el cielo.”

En aquel momento se convierte en un imparcial observador del universo al que le interesan poco las patentes, las charlas con Besso o la física. Sólo es un impávido hombre que mira un pájaro negro, semejante al ave de sus pesadillas filosóficas, desaparecer en el cielo, alejándose como el más oscuro de los misterios que su mente ha logrado descifrar.

A partir de entonces la idea del tiempo cambiaría de forma. Se hizo necesario replantear la física. Pero todo surgió, según supone Lightman, de los sueños del funcionario de la oficina de patentes en Berna, no de la matemática de un erudito. Más que especialista en ecuaciones lógicas Einstein observaba el universo con curiosidad para deducir comportamientos que ni la mejor matemática podía predecir.
Una novela para amantes de la física donde rebosa la poesía descrita en forma onírica, dando a uno de los grandes descubrimientos de la física el cariz humano y extraordinario que sólo un personaje como Einstein podía ofrecer.

Carnaval de la memoria en Ibagué


He encontrado en un diario la noticia sobre la Fiesta del Folclor en Ibagué. Lo he visto en los noticieros narrado por presentadoras disfrazadas con atuendos de campesina. La radio transmitió hasta el amanecer la velada de coronación de la nueva reina del folclor.

Mi primer recuerdo de esta feria está asociado a las ausencias de mi padre. En los días finales de junio, en plenas vacaciones de la escuela, mi padre, músico de serenatas para enamorados y gente en plan de conquista o despechados de amor, solía trabajar más tiempo del acostumbrado. Llegaba de madrugada con la borrachera a cuestas, la voz ronca y una caja con churrasco argentino, truco que hacía que mamá, mi hermana y yo perdonáramos la interrupción del descanso. Había más dinero en casa, llegaban de visita familiares lejanos y los vecinos compartían sus viandas: tamales, lechona, masato, morcilla de cerdo, etc. También abundaba el licor: mi padre era un bebedor constante, no menos que muchos de los adultos que por aquella época se acercaban a la casa.

La ciudad, por entonces rural y pequeña, se llenaba de visitantes, no tantos ni tan cosmopolitas como los que hoy invaden las calles gracias a la propaganda de los medios. Los invitados de la fiesta eran los mismos hombres y mujeres de montaña que bajaban cada viernes a lomo de mula, desde lugares cercanos al nevado del Tolima como Pastales o Villa Restrepo, trayendo el surtido para el mercado, todos repitiendo el mismo itinerario de los antiguos ancestros pijaos, que en tiempos milenarios cazaban animales y cosechaban frutos para intercambiar con los habitantes de las planicies del río Magdalena. Sólo han cambiado su atuendo y el aguante para beber licor.

Se deambulaba por el centro de la ciudad a la caza de las promociones del comercio y de las novedades de las ventas de artesanía, en las que se conseguía desde una réplica de artefactos de cuarzo para moler semillas (propia de los indios pijaos) hasta el remedio para prevenir el mal de ojo. Las cantinas de la zona roja se colmaban de generosos clientes para los que la muerte era una fiel compañera aguardando tras las esquinas del laberinto humano.

A falta de dinero mis padres nos consolaban con un largo recorrido por la feria y un buen helado de vainilla o un algodón de azúcar, tan rojo como las mejillas de mi hermana menor, siempre dormida en los brazos de papá. Las fiestas de Ibagué, en el mes caluroso del año, eran un resquicio donde la gente se liberaba de las ataduras de la vida cotidiana, del yugo de la monotonía, al igual que todos los carnavales y ferias de cualquier pueblo de la tierra.

Al término de la celebración se hacía estadística de los muertos en riñas callejeras, fenómeno sin el que la fiesta carecería de sentido, ya que la muerte es la primera invitada a cualquier jolgorio humano. Después de una semana de feria desenfrenada las calles parecían grandes campos sembrados de botellas de Tapa Roja y hojas de tamal, vasitos de helado y tapas de cerveza, mierda de caballo y flores marchitas. La fiesta pasaba y dejaba su huella. La sangre, el licor y la música marcaban una estela cuya seña debía perdurar otro año con la nostalgia del retorno. Serían necesarios otros 365 días para que el espíritu de la fiesta y del exceso se tomara de nuevo cada rincón de la capital musical.

Pasado el tiempo de la feria todo retornaba a la calma. Mi padre llegaba más temprano a casa, mi madre dormía con un sueño constante, los parientes desaparecían con una ausencia lánguida que los convertía en personajes de fotografía o un sueño del que se guarda un recuerdo grato. Los niños volvían a la escuela y el mundo era de nuevo el mundo que enseñaban a dibujar las maestras de clase, mundo gobernado por la lógica, la razón y el orden de la vida diaria.

El abuelo de vez en cuando traía al recuerdo alguna anécdota de la fiesta. Lo mejor es esperar a que llegue junio de nuevo, decía. En aquellos años el tiempo importaba poco. Por lo general solíamos olvidarlo todo al día siguiente, durante los juegos del recreo que improvisábamos en el patio de la escuela, entre saltamontes y guarisapos con ansias de cantar como ranas en las noches de luna.

¿Existe Dios?, Enseñanzas del viejo Russell


Las opiniones de José Saramago y Steven Weinberg han vuelto a poner en la palestra el tema de la existencia de Dios.

A Saramago lo conocemos por libros como Ensayo sobre la ceguera e Intermitencias de la muerte. El primero retoma la controversia de origen platónico sobre el papel de los sentidos en la comprensión humana de la realidad, y el segundo permite entrever las implicaciones que tendría para el orden mundial la ausencia de la muerte, tema ya abordado por escritores como Johnatan Swift (Viajes de Gulliver) y el colombiano Tomás Carrasquilla (En la diestra de Dios Padre).

En declaraciones concedidas en noviembre pasado en Sao Paulo (Brasil) y en uno de los escritos de su blog (http://www.cuadreno.josesarmago.org/) Saramago reitera su posición: "No necesitamos de Dios". Esas palabras son pronunciadas después de recuperarse de una grave enfermedad pulmonar que lo tuvo cerca de la muerte y que retrasó la publicación de su última novela El viaje del elefante. No es nuevo el veredicto de Saramago, siempre se ha manifestado escéptico sobre la existencia de Dios, y ni siquiera la recuperación de la enfermedad, como él mismo aseguró, lo hizo cambiar de opinión.

En el caso de Weinberg, físico ganador del Nobel y autor de un libro maravilloso titulado Los tres primeros minutos del Universo, su opinión es similar a la de Saramago, sólo que desde la ciencia. En un reciente documento (reproducido en el número 92 de la revista literaria El Malpensante), Weinberg ofrece una reflexión sobre la imposibilidad de la existencia de Dios, argumentando una falta de lógica con el devenir del universo involucrar a un ser supremo. Y sin embargo concluye que vivir sin Dios no es fácil: “Pero la propia dificultad le ofrece a uno otro consuelo: que hay un cierto honor, o quizá solo una enferma satisfacción, en enfrentarnos a nuestra condición sin desesperarnos y sin falsas ilusiones, con buen humor, pero sin Dios.”

Tanto Weinberg como Saramago cuestionan además el papel de la religión, advirtiendo que son muchos los odios propiciados por el fanatismo de los creyentes y que una convivencia ideal se lograría suprimiendo las religiones.

No me escandalizan las opiniones de estos dos célebres personajes. Desde luego han despertado muchas críticas tanto en los sectores religiosos (los directos afectados) como en los medios académicos.

Frente a esas opiniones respetables y sus opositores vuelvo a retomar a Bertrand Rusell, quien fue más cauteloso en el asunto. Como todos saben Rusell, filósofo y matemático inglés ganador del Nobel de literatura, decía que ambas perspectivas, la del creyente y la del ateo, eran bastante irreconciliables y difíciles de argumentar.

Rusell, partidario del agnosticismo, estaba convencido de que era imposible saber la verdad en cuestiones tales como Dios y la vida futura: “el agnóstico suspende todo juicio, diciendo que no hay suficientes razones ni para la afirmación ni para la negación”. Perlas de un viejo sabio.

Las palabras del filósofo dejan abierta la controversia en torno a un tema que retorna de vez en cuando para caldear ánimos que creíamos relegados a siglos pasados, y que permite analizar hasta dónde hemos avanzado en nuestra comprensión de la realidad o hasta dónde hemos perdido la brújula (el Motor de Búsqueda, diría un moderno cibernauta) para alcanzar lo que los antiguos llamaban sabiduría.

Érase una vez el amor (comentario)

No me interesa el individuo Efraím Medina Reyes por la misma razón que yo no le intereso a él: ambos somos parte de un orden efímero, y pasados unos siglos, como decía Roberto Bolaño, nuestro nombre o el de Shakespeare téndrán el mismo destino: la nada.

Pero no puedo negar que hay apartados de sus libros que seducen por tener un ímpetu semejante al de los escándalos que suele armar cuando abre la boca. Es el caso de Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, libro que un amigo juzgó como la peor alcantarilla en la que EMR ha arrojado su caca.

Ansiando aires malignos (o simplemente intentando curiosear) me di a la tarea de leerlo. Me sorprendió mucho. Y me conmovió. Ya sé que da lo mismo que me interese o no. Muchos juzgan ese tipo de literatura un homenaje a la podredumbre literaria (creo que EMR estaría de acuerdo con ese juicio). Pero el libro tiene fuerza, y eso no lo consiguen todos los escritores.

Como esto que escribo (totalmente espontáneo y soberano) no busca cumplir ningún precepto de crítica literaria, me atrevo a resaltar, como simple lector, el capítulo La muerte de Sócrates. En medio de una entrevista al estilo de los personajes de EMR, el autor canta muchas verdades, le duela al que le duela, y lo hace en un tono muy personal, sin negar lo que es, sin valerse de palabras rebuscadas para quedar bien con nadie.

El cine, la literatura, García Márquez, Mutis, el amor, incluso el mismo autor son despellejados de manera aguda e ingeniosa, con frases que hacen volver sobre el texto, dejando claro que también en las alcantarillas se puede reflexionar sobre la condición humana, aunque dudo que eso sea lo que busque EMR. Esos son juicios que un lector inventa para justificar su incompetencia para lanzar piedras como lo hace EMR.

Ah. Y una frase que me quedó sonando, tomada de uno de los capítulos que el autor titula como Guitarra invisible o ago así, y que yo titularía Uno se mete a escribir. Dice EMR: Uno se mete a escribir porque necesita una coartada para no trabajar. Qué belleza saber que escribir literatura no es un trabajo, sino un juego, el más bello juego.

Ya quisiéramos todos tener esa libertad para decir lo que hay que decir. Por ahora dejemos a EMR donde se lo merece.

Una nota inútil: leánlo.

Narración y memoria histórica en el País de la Canela

El País de la Canela , novela cuyo núcleo es el testimonio de Cristóbal Aguilar, subalterno de Gonzalo Pizarro en la conquista del Ama...