Banquete de poesía en Getsemaní


Sábado 1 de agosto de 2009. Otra vez quedé atrapado por el embrujo de Cartagena. Sucedió de la mano de un poema obsequiado por un amigo profesor de literatura, deambulando los callejones más insospechados del barrio Getsemaní.

Al quinto día de la visita, un domingo de canícula, madrugué para ir con Alexis, mi amigo, al mercado. Caminamos varias cuadras hasta llegar a nuestro destino. Un vendedor de pescado me salió al paso: ¡Aja!, compa, mira la belleza que te tengo, y exhibió una langosta con antenas como sables, insinuando el festín a pesar de la usura del vendedor. Del otro lado de una cerca los ibis blancos y los pelícanos hacían un banquete con el pescado muerto de la ciénaga, banquete que me fue imposible no imitar a la hora del almuerzo con un pargo rojo que reemplazó a la efímera langosta del mercado.

El lunes siguiente, agotando las últimas horas de las vacaciones y sin mucho efectivo ya en el bolsillo, saboreé el otro manjar aún más exquisito de los versos del poeta Jorge Artel, en una edición sencilla, de esas que obsequian en los colegios. Necesito que me dés tu parecer sobre este poema para publicarlo en la revista Matices, dijo Alexis cumpliendo su vocación de maestro de literatura en el salesiano de Cartagena.

Un soneto me invitaba, a semejanza de una receta metafísica, a aprender a comer mierda. Una lírica esculpida con el mejor bronce castellano, pensé. Sus versos, diáfanos como perlas marinas, alegres como la brisa caribe, se enredaron en los pliegues del alma:

Aprende a comer mierda, buen hermano,
si es que tu suerte deleznable y poca
sólo te lleva, en su revés insano,
un puñado de mierda hasta la boca.

Todavía hoy no logro desanudarlos. A un lado quedó el sofoco y la desazón por el final del paseo.

La edición del libro de versos de Artel dice que el poeta nació en Cartagena. En otra parte se lee que fue en Sincé, pueblo olvidado del norte de Colombia. Nada se hablaba de su muerte. Sin dar importancia a la inexactitud de los biógrafos, esa misma noche me aventuré, de la mano de mi esposa, por las calles de Getsemaní, el barrio-santuario donde un puñado de negros y mestizos desafiaron la monarquía ibérica proclamando la independencia de Cartagena, la ciudad heroica. Intentando conjugar los versos con la vida observé a los chicos jugando a la pelota caliente, a una pareja de enamorados utilizar la luna como excusa para un beso, a una "seño" preparar el mejor jugo de zapote de la cuadra. Me vino a la memoria un poema de Artel, leído aquella tarde: “Tiene la noche denso sabor a noche...”

En la Calle del Pozo, a un costado de la iglesia de la Trinidad, mi esposa señaló una placa de granito que decía: EN ESTA CASA VIVIÓ EL INSIGNE POETA JORGE ARTEL. Después de asimilar la emoción generada por semejante hallazgo, y luego de unas cuantas fotos imborrables, fuimos hasta la tienda, enclavada en un recodo de la placita, para celebrar con una botella de vino.

Con tanta magia asediando en cada rincón sería difícil pregonar, como los habitantes de Palenque, que a la vida se viene a sufrir. Bien vale seguir el verso del poeta: “Aprende a comer mierda… en el camino, eso que llaman cosas del destino, puede hacer tus angustias más livianas.”

El soñador del tiempo


¿Qué pensamientos cruzaron la cabeza de Einstein las semanas previas a la enunciación de su teoría sobre el tiempo? Esta es una duda que han tratado de despejar muchos curiosos. Alan Lightman, físico y profesor del MIT en Cambridge, propone en esta novela de 150 páginas, “Sueños de Einstein”, una idea sorprendente. Al joven Einstein lo persiguieron en aquellos días los demonios del sueño, las musas oníricas de las que no pudo escapar ni siquiera cuando estaba a punto de proponer una de las teorías revolucionarias de la historia de la física.

A la par que se van sucediendo los sueños en fechas distantes, Einstein sostiene encuentros con su gran amigo, Michelangelo Besso, quien se convierte en una especie de confesor de los demonios que persiguen a Albert en su estadía en Berna. Se trata de un juego de universos paralelos: uno, el de la realidad, al que nadie puede escapar, y el otro, el de los sueños, universo en el que el joven físico ve desfilar una a una las diferentes explicaciones del tiempo, desde el tiempo fijo en donde pasado y futuro son dos varillas rígidas sin esperanza de doblegar, hasta el tiempo concebido como una bandada de aves que todos las personas anhelan atrapar: “el tiempo revolotea, aletea y salta con esas aves. Si se atrapa una de ellas, el tiempo se detiene. El momento se congela para todas las personas y los árboles y el suelo donde se encuentran”.

Al final, como si se tratara de una prolongación del último sueño, Einstein se posa sobre su ventana para observar la mañana en Berna: “Vuelve a su escritorio, mira la pila de expedientes, coge un documento de una estantería. Regresa a la ventana. El aire es insólitamente transparente para finales de junio. Por encima de una casa de apartamentos ve las cumbres de los Alpes, azules, con las puntas blancas. Más arriba, el diminuto punto negro de un ave describe lentos círculos en el cielo.”

En aquel momento se convierte en un imparcial observador del universo al que le interesan poco las patentes, las charlas con Besso o la física. Sólo es un impávido hombre que mira un pájaro negro, semejante al ave de sus pesadillas filosóficas, desaparecer en el cielo, alejándose como el más oscuro de los misterios que su mente ha logrado descifrar.

A partir de entonces la idea del tiempo cambiaría de forma. Se hizo necesario replantear la física. Pero todo surgió, según supone Lightman, de los sueños del funcionario de la oficina de patentes en Berna, no de la matemática de un erudito. Más que especialista en ecuaciones lógicas Einstein observaba el universo con curiosidad para deducir comportamientos que ni la mejor matemática podía predecir.
Una novela para amantes de la física donde rebosa la poesía descrita en forma onírica, dando a uno de los grandes descubrimientos de la física el cariz humano y extraordinario que sólo un personaje como Einstein podía ofrecer.

Carnaval de la memoria en Ibagué


He encontrado en un diario la noticia sobre la Fiesta del Folclor en Ibagué. Lo he visto en los noticieros narrado por presentadoras disfrazadas con atuendos de campesina. La radio transmitió hasta el amanecer la velada de coronación de la nueva reina del folclor.

Mi primer recuerdo de esta feria está asociado a las ausencias de mi padre. En los días finales de junio, en plenas vacaciones de la escuela, mi padre, músico de serenatas para enamorados y gente en plan de conquista o despechados de amor, solía trabajar más tiempo del acostumbrado. Llegaba de madrugada con la borrachera a cuestas, la voz ronca y una caja con churrasco argentino, truco que hacía que mamá, mi hermana y yo perdonáramos la interrupción del descanso. Había más dinero en casa, llegaban de visita familiares lejanos y los vecinos compartían sus viandas: tamales, lechona, masato, morcilla de cerdo, etc. También abundaba el licor: mi padre era un bebedor constante, no menos que muchos de los adultos que por aquella época se acercaban a la casa.

La ciudad, por entonces rural y pequeña, se llenaba de visitantes, no tantos ni tan cosmopolitas como los que hoy invaden las calles gracias a la propaganda de los medios. Los invitados de la fiesta eran los mismos hombres y mujeres de montaña que bajaban cada viernes a lomo de mula, desde lugares cercanos al nevado del Tolima como Pastales o Villa Restrepo, trayendo el surtido para el mercado, todos repitiendo el mismo itinerario de los antiguos ancestros pijaos, que en tiempos milenarios cazaban animales y cosechaban frutos para intercambiar con los habitantes de las planicies del río Magdalena. Sólo han cambiado su atuendo y el aguante para beber licor.

Se deambulaba por el centro de la ciudad a la caza de las promociones del comercio y de las novedades de las ventas de artesanía, en las que se conseguía desde una réplica de artefactos de cuarzo para moler semillas (propia de los indios pijaos) hasta el remedio para prevenir el mal de ojo. Las cantinas de la zona roja se colmaban de generosos clientes para los que la muerte era una fiel compañera aguardando tras las esquinas del laberinto humano.

A falta de dinero mis padres nos consolaban con un largo recorrido por la feria y un buen helado de vainilla o un algodón de azúcar, tan rojo como las mejillas de mi hermana menor, siempre dormida en los brazos de papá. Las fiestas de Ibagué, en el mes caluroso del año, eran un resquicio donde la gente se liberaba de las ataduras de la vida cotidiana, del yugo de la monotonía, al igual que todos los carnavales y ferias de cualquier pueblo de la tierra.

Al término de la celebración se hacía estadística de los muertos en riñas callejeras, fenómeno sin el que la fiesta carecería de sentido, ya que la muerte es la primera invitada a cualquier jolgorio humano. Después de una semana de feria desenfrenada las calles parecían grandes campos sembrados de botellas de Tapa Roja y hojas de tamal, vasitos de helado y tapas de cerveza, mierda de caballo y flores marchitas. La fiesta pasaba y dejaba su huella. La sangre, el licor y la música marcaban una estela cuya seña debía perdurar otro año con la nostalgia del retorno. Serían necesarios otros 365 días para que el espíritu de la fiesta y del exceso se tomara de nuevo cada rincón de la capital musical.

Pasado el tiempo de la feria todo retornaba a la calma. Mi padre llegaba más temprano a casa, mi madre dormía con un sueño constante, los parientes desaparecían con una ausencia lánguida que los convertía en personajes de fotografía o un sueño del que se guarda un recuerdo grato. Los niños volvían a la escuela y el mundo era de nuevo el mundo que enseñaban a dibujar las maestras de clase, mundo gobernado por la lógica, la razón y el orden de la vida diaria.

El abuelo de vez en cuando traía al recuerdo alguna anécdota de la fiesta. Lo mejor es esperar a que llegue junio de nuevo, decía. En aquellos años el tiempo importaba poco. Por lo general solíamos olvidarlo todo al día siguiente, durante los juegos del recreo que improvisábamos en el patio de la escuela, entre saltamontes y guarisapos con ansias de cantar como ranas en las noches de luna.

¿Existe Dios?, Enseñanzas del viejo Russell


Las opiniones de José Saramago y Steven Weinberg han vuelto a poner en la palestra el tema de la existencia de Dios.

A Saramago lo conocemos por libros como Ensayo sobre la ceguera e Intermitencias de la muerte. El primero retoma la controversia de origen platónico sobre el papel de los sentidos en la comprensión humana de la realidad, y el segundo permite entrever las implicaciones que tendría para el orden mundial la ausencia de la muerte, tema ya abordado por escritores como Johnatan Swift (Viajes de Gulliver) y el colombiano Tomás Carrasquilla (En la diestra de Dios Padre).

En declaraciones concedidas en noviembre pasado en Sao Paulo (Brasil) y en uno de los escritos de su blog (http://www.cuadreno.josesarmago.org/) Saramago reitera su posición: "No necesitamos de Dios". Esas palabras son pronunciadas después de recuperarse de una grave enfermedad pulmonar que lo tuvo cerca de la muerte y que retrasó la publicación de su última novela El viaje del elefante. No es nuevo el veredicto de Saramago, siempre se ha manifestado escéptico sobre la existencia de Dios, y ni siquiera la recuperación de la enfermedad, como él mismo aseguró, lo hizo cambiar de opinión.

En el caso de Weinberg, físico ganador del Nobel y autor de un libro maravilloso titulado Los tres primeros minutos del Universo, su opinión es similar a la de Saramago, sólo que desde la ciencia. En un reciente documento (reproducido en el número 92 de la revista literaria El Malpensante), Weinberg ofrece una reflexión sobre la imposibilidad de la existencia de Dios, argumentando una falta de lógica con el devenir del universo involucrar a un ser supremo. Y sin embargo concluye que vivir sin Dios no es fácil: “Pero la propia dificultad le ofrece a uno otro consuelo: que hay un cierto honor, o quizá solo una enferma satisfacción, en enfrentarnos a nuestra condición sin desesperarnos y sin falsas ilusiones, con buen humor, pero sin Dios.”

Tanto Weinberg como Saramago cuestionan además el papel de la religión, advirtiendo que son muchos los odios propiciados por el fanatismo de los creyentes y que una convivencia ideal se lograría suprimiendo las religiones.

No me escandalizan las opiniones de estos dos célebres personajes. Desde luego han despertado muchas críticas tanto en los sectores religiosos (los directos afectados) como en los medios académicos.

Frente a esas opiniones respetables y sus opositores vuelvo a retomar a Bertrand Rusell, quien fue más cauteloso en el asunto. Como todos saben Rusell, filósofo y matemático inglés ganador del Nobel de literatura, decía que ambas perspectivas, la del creyente y la del ateo, eran bastante irreconciliables y difíciles de argumentar.

Rusell, partidario del agnosticismo, estaba convencido de que era imposible saber la verdad en cuestiones tales como Dios y la vida futura: “el agnóstico suspende todo juicio, diciendo que no hay suficientes razones ni para la afirmación ni para la negación”. Perlas de un viejo sabio.

Las palabras del filósofo dejan abierta la controversia en torno a un tema que retorna de vez en cuando para caldear ánimos que creíamos relegados a siglos pasados, y que permite analizar hasta dónde hemos avanzado en nuestra comprensión de la realidad o hasta dónde hemos perdido la brújula (el Motor de Búsqueda, diría un moderno cibernauta) para alcanzar lo que los antiguos llamaban sabiduría.

Érase una vez el amor (comentario)

No me interesa el individuo Efraím Medina Reyes por la misma razón que yo no le intereso a él: ambos somos parte de un orden efímero, y pasados unos siglos, como decía Roberto Bolaño, nuestro nombre o el de Shakespeare téndrán el mismo destino: la nada.

Pero no puedo negar que hay apartados de sus libros que seducen por tener un ímpetu semejante al de los escándalos que suele armar cuando abre la boca. Es el caso de Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, libro que un amigo juzgó como la peor alcantarilla en la que EMR ha arrojado su caca.

Ansiando aires malignos (o simplemente intentando curiosear) me di a la tarea de leerlo. Me sorprendió mucho. Y me conmovió. Ya sé que da lo mismo que me interese o no. Muchos juzgan ese tipo de literatura un homenaje a la podredumbre literaria (creo que EMR estaría de acuerdo con ese juicio). Pero el libro tiene fuerza, y eso no lo consiguen todos los escritores.

Como esto que escribo (totalmente espontáneo y soberano) no busca cumplir ningún precepto de crítica literaria, me atrevo a resaltar, como simple lector, el capítulo La muerte de Sócrates. En medio de una entrevista al estilo de los personajes de EMR, el autor canta muchas verdades, le duela al que le duela, y lo hace en un tono muy personal, sin negar lo que es, sin valerse de palabras rebuscadas para quedar bien con nadie.

El cine, la literatura, García Márquez, Mutis, el amor, incluso el mismo autor son despellejados de manera aguda e ingeniosa, con frases que hacen volver sobre el texto, dejando claro que también en las alcantarillas se puede reflexionar sobre la condición humana, aunque dudo que eso sea lo que busque EMR. Esos son juicios que un lector inventa para justificar su incompetencia para lanzar piedras como lo hace EMR.

Ah. Y una frase que me quedó sonando, tomada de uno de los capítulos que el autor titula como Guitarra invisible o ago así, y que yo titularía Uno se mete a escribir. Dice EMR: Uno se mete a escribir porque necesita una coartada para no trabajar. Qué belleza saber que escribir literatura no es un trabajo, sino un juego, el más bello juego.

Ya quisiéramos todos tener esa libertad para decir lo que hay que decir. Por ahora dejemos a EMR donde se lo merece.

Una nota inútil: leánlo.

Los animales ausentes de Filandia


Una de las pasiones del ser humano es viajar, ya sea a través del espacio físico, de los recuerdos o de los libros, como decía Croisset. Cualquier forma resulta interesante, sobre todo si el territorio del viaje está lleno de sorpresas.

Aprovechando el viaje con mi familia entre Ibagué y Cali, visitamos Filandia, un pueblo del Quindío situado entre Armenia y Pereira. El nombre no tiene nada que ver con la Finlandia ("tierra de los fineses") vecina de los osos blancos en el polo norte. Filandia (de “filia”, hija y “andia”, de los Andes, según los fundadores), goza de agradable clima (18 grados centígrados aproximadamente), y está rodeada de mucha naturaleza y buenas fondas para comer manjares.

El destino de este pueblo, después de varios siglos de historia (no sólo como municipio) sigue siendo el mismo: lugar de paso para caminantes. Allí hacían bohío los ancestros quimbayas cuando iban en busca del río Chinchiná; allí contaban su ganado los colonos que viajaban desde el oriente hacia Cartago, los que transitaban de Antioquia hacia el sur. Los peregrinos de todas las épocas han admirado su paisaje y muchos se han quedado a vivir allí para hacer de esta tierra su tierra prometida.

Antes de ingresar en el pueblo hay una carretera estrecha con arboledas y sabanas donde pace el ganado. Abundan las fincas con pollos, cerdos, sembrados domésticos, y los chalets de la gente adinerada del Eje Cafetero. En los costados de la vía, las autoridades ecológicas han situado letreros advirtiendo la presencia de flora y fauna silvestre: árboles exóticos, variedades florales, monos aulladores (los primates más grandes de América), pavas caucanas, colibríes.

Como amantes de los animales, ansiando verlos en su hábitat, detuvimos el paso, sin suerte. “Hace mucho no se ven esos animales por aquí”, nos dijo un campesino de carriel. “De pronto en el cañón del río Barbas”. Después de varios intentos frente a los avisos pedagógicos, seguimos hacia la plaza central, en busca de diversiones menos exóticas como tomar café quindiano, uno de los mejores de la cuadra, y matar el frío con aguardiente doble.

Ignoramos si los carteles sólo cumplen labor pedagógica o rememorativa de un pasado feliz. Según la información de la web, todavía deambula mucha fauna por el territorio filandeño. Es innegable que el anuncio de animales silvestres en una zona tan próxima a la ciudad de Armenia, emociona. Al final no salimos defraudados: uno de los carteles cumplía con su objetivo. Decía: árbol de laurel. Y allí estaba con esqueleto roñoso, hojas oblongas, y las inconfundibles flores rosadas (existen otras variedades de laurel con flores amarillas o violáceas), además de las ramas que tanta poesía ha inspirado, tantos esfuerzos atléticos ha coronado (recordar la reciente olimpiada china) y tantos dichos simpáticos ha sugerido ("el que planta un laurel no lo verá crecer").

Esperamos volver a Filandia. Los monos aulladores y las pavas caucanas no pueden convertirse en un recuerdo de animales ausentes.

Narración y memoria histórica en el País de la Canela

El País de la Canela , novela cuyo núcleo es el testimonio de Cristóbal Aguilar, subalterno de Gonzalo Pizarro en la conquista del Ama...