El soñador del tiempo


¿Qué pensamientos cruzaron la cabeza de Einstein las semanas previas a la enunciación de su teoría sobre el tiempo? Esta es una duda que han tratado de despejar muchos curiosos. Alan Lightman, físico y profesor del MIT en Cambridge, propone en esta novela de 150 páginas, “Sueños de Einstein”, una idea sorprendente. Al joven Einstein lo persiguieron en aquellos días los demonios del sueño, las musas oníricas de las que no pudo escapar ni siquiera cuando estaba a punto de proponer una de las teorías revolucionarias de la historia de la física.

A la par que se van sucediendo los sueños en fechas distantes, Einstein sostiene encuentros con su gran amigo, Michelangelo Besso, quien se convierte en una especie de confesor de los demonios que persiguen a Albert en su estadía en Berna. Se trata de un juego de universos paralelos: uno, el de la realidad, al que nadie puede escapar, y el otro, el de los sueños, universo en el que el joven físico ve desfilar una a una las diferentes explicaciones del tiempo, desde el tiempo fijo en donde pasado y futuro son dos varillas rígidas sin esperanza de doblegar, hasta el tiempo concebido como una bandada de aves que todos las personas anhelan atrapar: “el tiempo revolotea, aletea y salta con esas aves. Si se atrapa una de ellas, el tiempo se detiene. El momento se congela para todas las personas y los árboles y el suelo donde se encuentran”.

Al final, como si se tratara de una prolongación del último sueño, Einstein se posa sobre su ventana para observar la mañana en Berna: “Vuelve a su escritorio, mira la pila de expedientes, coge un documento de una estantería. Regresa a la ventana. El aire es insólitamente transparente para finales de junio. Por encima de una casa de apartamentos ve las cumbres de los Alpes, azules, con las puntas blancas. Más arriba, el diminuto punto negro de un ave describe lentos círculos en el cielo.”

En aquel momento se convierte en un imparcial observador del universo al que le interesan poco las patentes, las charlas con Besso o la física. Sólo es un impávido hombre que mira un pájaro negro, semejante al ave de sus pesadillas filosóficas, desaparecer en el cielo, alejándose como el más oscuro de los misterios que su mente ha logrado descifrar.

A partir de entonces la idea del tiempo cambiaría de forma. Se hizo necesario replantear la física. Pero todo surgió, según supone Lightman, de los sueños del funcionario de la oficina de patentes en Berna, no de la matemática de un erudito. Más que especialista en ecuaciones lógicas Einstein observaba el universo con curiosidad para deducir comportamientos que ni la mejor matemática podía predecir.
Una novela para amantes de la física donde rebosa la poesía descrita en forma onírica, dando a uno de los grandes descubrimientos de la física el cariz humano y extraordinario que sólo un personaje como Einstein podía ofrecer.

Carnaval de la memoria en Ibagué


He encontrado en un diario la noticia sobre la Fiesta del Folclor en Ibagué. Lo he visto en los noticieros narrado por presentadoras disfrazadas con atuendos de campesina. La radio transmitió hasta el amanecer la velada de coronación de la nueva reina del folclor.

Mi primer recuerdo de esta feria está asociado a las ausencias de mi padre. En los días finales de junio, en plenas vacaciones de la escuela, mi padre, músico de serenatas para enamorados y gente en plan de conquista o despechados de amor, solía trabajar más tiempo del acostumbrado. Llegaba de madrugada con la borrachera a cuestas, la voz ronca y una caja con churrasco argentino, truco que hacía que mamá, mi hermana y yo perdonáramos la interrupción del descanso. Había más dinero en casa, llegaban de visita familiares lejanos y los vecinos compartían sus viandas: tamales, lechona, masato, morcilla de cerdo, etc. También abundaba el licor: mi padre era un bebedor constante, no menos que muchos de los adultos que por aquella época se acercaban a la casa.

La ciudad, por entonces rural y pequeña, se llenaba de visitantes, no tantos ni tan cosmopolitas como los que hoy invaden las calles gracias a la propaganda de los medios. Los invitados de la fiesta eran los mismos hombres y mujeres de montaña que bajaban cada viernes a lomo de mula, desde lugares cercanos al nevado del Tolima como Pastales o Villa Restrepo, trayendo el surtido para el mercado, todos repitiendo el mismo itinerario de los antiguos ancestros pijaos, que en tiempos milenarios cazaban animales y cosechaban frutos para intercambiar con los habitantes de las planicies del río Magdalena. Sólo han cambiado su atuendo y el aguante para beber licor.

Se deambulaba por el centro de la ciudad a la caza de las promociones del comercio y de las novedades de las ventas de artesanía, en las que se conseguía desde una réplica de artefactos de cuarzo para moler semillas (propia de los indios pijaos) hasta el remedio para prevenir el mal de ojo. Las cantinas de la zona roja se colmaban de generosos clientes para los que la muerte era una fiel compañera aguardando tras las esquinas del laberinto humano.

A falta de dinero mis padres nos consolaban con un largo recorrido por la feria y un buen helado de vainilla o un algodón de azúcar, tan rojo como las mejillas de mi hermana menor, siempre dormida en los brazos de papá. Las fiestas de Ibagué, en el mes caluroso del año, eran un resquicio donde la gente se liberaba de las ataduras de la vida cotidiana, del yugo de la monotonía, al igual que todos los carnavales y ferias de cualquier pueblo de la tierra.

Al término de la celebración se hacía estadística de los muertos en riñas callejeras, fenómeno sin el que la fiesta carecería de sentido, ya que la muerte es la primera invitada a cualquier jolgorio humano. Después de una semana de feria desenfrenada las calles parecían grandes campos sembrados de botellas de Tapa Roja y hojas de tamal, vasitos de helado y tapas de cerveza, mierda de caballo y flores marchitas. La fiesta pasaba y dejaba su huella. La sangre, el licor y la música marcaban una estela cuya seña debía perdurar otro año con la nostalgia del retorno. Serían necesarios otros 365 días para que el espíritu de la fiesta y del exceso se tomara de nuevo cada rincón de la capital musical.

Pasado el tiempo de la feria todo retornaba a la calma. Mi padre llegaba más temprano a casa, mi madre dormía con un sueño constante, los parientes desaparecían con una ausencia lánguida que los convertía en personajes de fotografía o un sueño del que se guarda un recuerdo grato. Los niños volvían a la escuela y el mundo era de nuevo el mundo que enseñaban a dibujar las maestras de clase, mundo gobernado por la lógica, la razón y el orden de la vida diaria.

El abuelo de vez en cuando traía al recuerdo alguna anécdota de la fiesta. Lo mejor es esperar a que llegue junio de nuevo, decía. En aquellos años el tiempo importaba poco. Por lo general solíamos olvidarlo todo al día siguiente, durante los juegos del recreo que improvisábamos en el patio de la escuela, entre saltamontes y guarisapos con ansias de cantar como ranas en las noches de luna.

Narración y memoria histórica en el País de la Canela

El País de la Canela , novela cuyo núcleo es el testimonio de Cristóbal Aguilar, subalterno de Gonzalo Pizarro en la conquista del Ama...