Los animales ausentes de Filandia


Una de las pasiones del ser humano es viajar, ya sea a través del espacio físico, de los recuerdos o de los libros, como decía Croisset. Cualquier forma resulta interesante, sobre todo si el territorio del viaje está lleno de sorpresas.

Aprovechando el viaje con mi familia entre Ibagué y Cali, visitamos Filandia, un pueblo del Quindío situado entre Armenia y Pereira. El nombre no tiene nada que ver con la Finlandia ("tierra de los fineses") vecina de los osos blancos en el polo norte. Filandia (de “filia”, hija y “andia”, de los Andes, según los fundadores), goza de agradable clima (18 grados centígrados aproximadamente), y está rodeada de mucha naturaleza y buenas fondas para comer manjares.

El destino de este pueblo, después de varios siglos de historia (no sólo como municipio) sigue siendo el mismo: lugar de paso para caminantes. Allí hacían bohío los ancestros quimbayas cuando iban en busca del río Chinchiná; allí contaban su ganado los colonos que viajaban desde el oriente hacia Cartago, los que transitaban de Antioquia hacia el sur. Los peregrinos de todas las épocas han admirado su paisaje y muchos se han quedado a vivir allí para hacer de esta tierra su tierra prometida.

Antes de ingresar en el pueblo hay una carretera estrecha con arboledas y sabanas donde pace el ganado. Abundan las fincas con pollos, cerdos, sembrados domésticos, y los chalets de la gente adinerada del Eje Cafetero. En los costados de la vía, las autoridades ecológicas han situado letreros advirtiendo la presencia de flora y fauna silvestre: árboles exóticos, variedades florales, monos aulladores (los primates más grandes de América), pavas caucanas, colibríes.

Como amantes de los animales, ansiando verlos en su hábitat, detuvimos el paso, sin suerte. “Hace mucho no se ven esos animales por aquí”, nos dijo un campesino de carriel. “De pronto en el cañón del río Barbas”. Después de varios intentos frente a los avisos pedagógicos, seguimos hacia la plaza central, en busca de diversiones menos exóticas como tomar café quindiano, uno de los mejores de la cuadra, y matar el frío con aguardiente doble.

Ignoramos si los carteles sólo cumplen labor pedagógica o rememorativa de un pasado feliz. Según la información de la web, todavía deambula mucha fauna por el territorio filandeño. Es innegable que el anuncio de animales silvestres en una zona tan próxima a la ciudad de Armenia, emociona. Al final no salimos defraudados: uno de los carteles cumplía con su objetivo. Decía: árbol de laurel. Y allí estaba con esqueleto roñoso, hojas oblongas, y las inconfundibles flores rosadas (existen otras variedades de laurel con flores amarillas o violáceas), además de las ramas que tanta poesía ha inspirado, tantos esfuerzos atléticos ha coronado (recordar la reciente olimpiada china) y tantos dichos simpáticos ha sugerido ("el que planta un laurel no lo verá crecer").

Esperamos volver a Filandia. Los monos aulladores y las pavas caucanas no pueden convertirse en un recuerdo de animales ausentes.

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